El Chasque 93
7/07/2023
Pablo Messina*
En marzo de 2020, por si no fuera suficiente castigo divino tener que soportar la asunción de un gobierno conservador liderado por el herrerismo también aterrizó en Uruguay el Covid-19. Un gobierno cuyo signo ideológico no es muy amigo del desarrollo de los servicios públicos con una crisis sanitaria, económica y social que requería del desarrollo de servicios públicos para superarla no parece ser una combinación virtuosa. Es por esto que este breve aporte, pretende sumarse a una serie de futuras reflexiones sobre el valor de lo público y sus negadores.
Los “malla oro” y la negación del valor de lo público
A poco menos de un mes de declarada la pandemia en Uruguay, el actual presidente del Uruguay acuñó una defensa de los “malla oro” como aquellos que cinchan del pelotón, quienes nos iban a sacar hacia adelante de la crisis que la pandemia nos estaba imponiendo. En ese marco, afirmaba que no era deseable grabar el capital y para eso propusieron el Impuesto COVID-19 que grababa a los empleados públicos que ganaban más de 80 mil pesos líquidos en ese entonces.
Esto desató un conjunto de críticas. En primer lugar, no faltaron las críticas aludiendo a que el presidente no sabía nada de ciclismo (y seguramente tampoco de Economía). En segundo lugar, se criticó la no consideración de la capacidad tributaria del capital. En tercer lugar, se criticó el diseño del impuesto. Más allá de un conjunto de problemas técnicos para nada menores que tenía el impuesto propuesto había uno ideológico muy claro: los empleados públicos solo representan el 20% del total de personas que ganaban más de 80 mil pesos en 2020.
Es que la figura de los malla oro eclipsó otra declaración que justificó el nuevo impuesto y es que el presidente osó decir que el sector público “no genera valor”. No es nada novedoso vendiendo de un herrerista, cuya tradición ha criticado desde la expansión de la educación (y que los hijos de zapateros se conviertan en bachilleres) hasta el desarrollo de empresas públicas (denunciando “pactos de chinchulín”, queriendo vender las empresas públicas en la década de los noventa o mercantilizándolas con distintos mecanismos como la actual Ley de Urgente Consideración).
Ese sustrato ideológico fue el que los impulsó a que el impuesto COVID fuera solo a personas que trabajan en el sector público. A juicio personal, desde la izquierda no hubo un respuesta lo suficientemente contundente a este juicio, quedando librada en muchos casos a los sindicatos del sector público a los que fácilmente -e injustamente- se les podía acusar de corporativistas.
Sin embargo, incluso en la perspectiva más economicista posible, negar el valor de lo público es caer en el ridículo. En primer lugar, para generar valor se precisa trabajo. Y para reproducir fuerza de trabajo es necesario del desarrollo de un conjunto amplio de servicios públicos, comunitarios y también familiares. La salud y la educación pública se han desarrollado en el capitalismo en parte gracias a que cumplen un rol estratégico en la reproducción de la fuerza de trabajo.
En segundo lugar, tanto para producir (trabajar) como para realizar la producción (por ejemplo, poder comercializarla) se requiere de un conjunto de servicios públicos, como el transporte y las comunicaciones. A veces, estos servicios públicos pueden estar prestados por empresas privadas o por empresas públicas, pero el punto acá es que negarle el valor a estos servicios constituye un problema mayúsculo.
La lista es bastante más extensa y puede pecar de aburrimiento volverse exhaustivo en su desarrollo. En todo caso, lo argumentado en párrafos anteriores es trivial pero excluye un debate más sútil. Es claro que el Presidente de la República es consciente de que los servicios públicos generan valor o que, al menos, contribuyen y posibilitan la generación y realización del valor. Lo que no parece ser evidente es si el Presidente (y veremos que no está solo en esto) piensa que los servicios públicos sólo generan valor cuando los presta un privado pero no generan valor cuando los presta el Estado. Eso ayudaría a entender el sesgo del impuesto COVID y sobre esto hablaremos a continuación.
El peso de lo público en la economía
En el año 2017, la economista italiana Mariana Mazzucatto publicó un libro cuyo título en español fue “El Valor de las Cosas”. Se trata de un monumental trabajo de revisión del pensamiento económico desde Adam Smith hasta nuestros días en el que analiza qué tanto ha valorado la disciplina económica al Estado en cuanto generador de valor.
No vamos a reproducir aquí toda su argumentación que está desarrollada en más de cuatrocientas carillas pero sí resaltar lo más importante. La Economía, como disciplina, ha olvidado la discusión sobre el valor. Por tanto, muchas veces cuando al día de hoy se utilizan expresiones como “agregar valor” o “valor de los activos” o como cuando Lacalle Pou afirma que “los públicos no generan valor”, se está hablando sin un sustrato teórico claro detrás.
Esto, que puede parecer un problema teórico abstracto que solo debiera preocupar a intelectuales preocupados por asuntos económicos, en realidad se traduce en problemas concretos con implicancias de política muy claras. Uno de sus argumentos más desarrollados tiene que ver con la importancia estratégica de la inversión pública para el desarrollo científico tecnológico con ejemplos que van desde la industria farmacéutica al desarrollo de la electrónica, la informática y las energías renovables. De alguna forma, la interpretación de Mazzucatto nos muestra que la innovación no es producto de mentes brillantes que, a juzgar por las películas de Hollywood, las desarrollaron en el garaje de su casa cuando adolescentes, sino de un Estado que invierte y es capaz de correr riesgos. A modo de ejemplo, muestra que más del 80% de los componentes del Iphone fueron desarrollados por invención estatal y no por la genialidad de Steve Jobs. No comprender esto nos puede llevar a subestimar la importancia de que el Estado invierta en innovación y desarrollo y sobreestimar la importancia de que algún “emprendedor” venga a salvarnos.
Lamentablemente, este no es el único ejemplo posible. La autora también nos muestra algunos problemas que trae la Contabilidad Nacional. En particular, en los cálculos sobre el PBI, los criterios de imputación de valor son distintos según el agente que los presta sea público o privado. Entonces, en la educación pública su aportación se corresponde con el gasto que educación (ya que no genera excedente y está bien que así sea).
Pero si privatizáramos la educación y generásemos, ya no bastaría considerar que su valor es equivalente a sus “costos de producción” (salarios + gastos de funcionamiento e inversión). Esta nueva educación llevada a cabo por empresarios va a implicar, necesariamente, considerar eventuales ganancias empresariales y su peso en el PBI sería mayor. Paradójicamente, esto podría llevarnos a la conclusión de que gracias a la privatización de la educación aumentó el PBI y estamos en una economía más próspera que antes (ya que el PBI es más alto). Todo esto, a pesar de que en realidad ahora la educación sería privada, un montón de estudiantes se verían afectados y afectadas en el ejercicio de su derecho a la educación y, seguramente, aumente la desigualdad por vía de las mayores desigualdades en el ámbito educativo.
Esta misma lógica aplica a problemas vinculados con la generación de energía eléctrica (y los criterios para computar la privada vs la generación de la UTE); los servicios públicos de potabilización del agua o el desarrollo científico tecnológico cuando es público vs el privado. De estos asuntos, estaremos conversando en próximos artículos, con el propósito de convencernos del valor de lo público y armarnos de herramientas conceptuales para su defensa.
* Economista, docente de la Facultad de Economía /UDELAR