Salsipuedes
El estado de la campaña
en 1830 / Los gauchos / Salsipuedes
Ua de las
zonas urticantes de la historia nacional, sobre la cual se pasa a menudo a toda carrera, y
eso en el mejor de los casos, pues el silencio ha sido la norma, es la que atañe a los
sucesos del año 1831, relacionados con la matanza y destribalización de los charrúas.
Los hechos de aquel entonces han sido interpretados, ya como una cruel
necesidad, ya como una inútil carnicería. Los admiradores y los enemigos políticos de
la figura del General Fructuoso Rivera han contemplado el episodio de Salsipuedes a la luz
de los intereses partidarios que, a partir de aquel entonces -el enfrentamiento entre los
latentes idearios de los futuros blancos y colorados- se han proyectado a lo largo de todo
el acontecer nacional y a cuyo influjo no han podido escapar las evocaciones
contemporáneas.
De todos modos, los archivos demuestran que en el caso del exterminio
de los charrúas no puede atribuirse al brazo ejecutor la responsabilidad total del hecho.
Todos los integrantes de la población criolla apoyaban explícita o tácitamente la
desaparición de los aborígenes. Rivera fue solamente el gatillo de un arma cargada desde
mucho tiempo atrás.
Pero el tema de Salsipuedes sigue siendo fértil, porque es
polémico por una punta y dialéctico por la otra. Los criollistas, atentos a los
argumentos de quienes procuraban pacificar la campaña y velar por la buena marcha de las
estancias, aprueban las extremas medidas llevadas a cabo por Fructuoso Rivera en
Salsipuedes y por Bernabé Rivera en Mataojo.
Contemplado el tema desde un punto de vista pragmático, al margen de
los afectos o desafectos que puedan suscitar sus protagonistas, es fácil advertir que,
tanto en la historia mundial como en la americana, al producirse el choque de los pueblos
civilizados del Occidente con las naciones "bárbaras" o "salvajes",
los triunfadores fueron los mejor armados y organizados, lo cual no significa que hayan
sido superiores a los vencidos en el orden de las virtudes morales. El destino de los
charrúas estaba sellado desde el momento que desembarcaron en América los contingentes
hispánicos. La mayoría de los pueblos indígenas fueron rápidamente doblegados por la
invasión del Occidente. Otros, como nuestros indígenas, combatieron durante tres siglos
contra los ejércitos coloniales antes de ser destruidos por los ejércitos republicanos.
El
estado de la campaña en 1830
Cuando nuestro país asoma a la independencia
política y se constituye como Estado en los establecimientos ganaderos situados al norte
del río Negro reinaba una situación caótica. Cuereadores clandestinos, cuatreros y
melenudos forajidos sin otra ley que la de sus cuchillos, no le iban en zaga a los
charrúas, quienes, en constantes correrías tras los ganados "ajenos", que
ellos suponían propios, sobresaltaban con sus galopes, robos y golpes de mano a los
estancieros y sus peonadas.
Rondeau y Lucas Obes advierten en enero de 1830 que debe ponerse coto a
"los perversos que hacen la guerra constantemente a los ganados", cuyas
fecharías provocan "el clamor penetrante de aquella parte del vecindario que tanto
ha merecido de la Patria por sus esfuerzos en la lucha contra el Brasil". En
consecuencia. el gobierno debe asegurar "a cada ciudadano la más tranquila fruición
de sus propiedades", lo que requiere, de antemano, acabar "con las
gavillas" que las devastan. Del mismo modo se propone saber "cuál es la
situación de los salvajes llamados charrúas" y averiguar si "es cierto que en
sus tolderías se hallan un número considerable de vagos y desertores". Esta
providencia señalaba al General Rivera como el encargado de llevar a cabo estas tareas
previas a un arreglo general de los campos, a los efectos de su pacificación definitiva.
Al igual que Rondeau y Lucas Obes, un mes después, en febrero de 1830
Juan Antonio Lavalleja comunica al Comandante General de armas, Brigadier GeneralFructuoso
Riveraque, con relación a los excesos cometidos por los Charrúas", hay que proceder
con mano de hierro.
Y de imnediato recomienda "altamente al Señor General la más
pronta diligencia en la conclusión de este asunto, en el que tanto se interesa el bien
general de los habitantes de la Campaña". El tono de esta comunicación no da lugar
a dudas: el tiempo de los charrúas toca a su fin. Las figuras prominentes de los
gobiernos que se sucederán de aquí en adelante serán solidarias en cuanto a las
responsabilidades generadas por el exterminio de aquellos soliviantados indígenas.
Las razones del indio y las del pobre suenan -la historia lo demuestra-
como campanas de palo. Si bien los ganados que poblaban las enormes estancias,
que durante el coloniaje se llamaban "los inconmensurables", alcanzaban para el
abastecimiento de todos, aunque la lucha contra el Brasil los había raleado intensamente,
dicho argumento no tenía validez jurídica. El derecho de los propietarios de la tierra y
sus escasos servidores primaba sobre las necesidades de alimentación y supervivencia de
los antiguos dueños del país, condenados al exilio en su propio reino. Esa era la ley
impuesta por el hombre blanco y se haría respetar a sangre y fuego, como efectivamente
sucedió. Suponer otras conductas es totalmente irreal: la razón de Estado, antes y
después de Maquiavelo ha sido inflexible, no importa si justa o injusta.
La fuente del derecho es el poder, y eso lo supieron juristas como Kelsen o políticos como Napoleón, Lenin o De Gaulle.
Los gauchos
Cando
Rivera asume en 1830 la presidencia de nuestro país las estancias cimarronas estaban en
crisis. Ladrones de cuero y ganado de todos los pelos se habían adueñado del país
interior
.
Rivera, ya Presidente, abandona Montevideo,
delega el poder, y parte tras los bandoleros y los indios. A los primeros, los
"gauchos", como se dice en los partes de guerra del propio Garzón, se les
redujo, se les quitó los productos de las proficuas cuereadas, se les metió en el cepo y
en el calabozo, pero la sangre no llegó al río. A los charrúas, en cambio, se les
condenó a la muerte física y a la muerte cultural, más terrible aun que aquella.
Salsipuedes
Rvera, su sobrino Bernabé, el general Laguna y otros jefes se mueven con sigilo.
No es posible luchar frontalmente contra los quinientos charrúas que se diseminaban aun
al norte del río Negro. Todavía son temibles enemigos los remanentes de una etnia ayer
soberbia y por ese entonces acosada, degradada y debilitada por el contacto con los vicios
y enfermedades del hombre blanco, aunque dueña del espacio de los galopes y la estrategia
de la supervivencia en un medio cada vez más hostil. Rivera se desplaza como un zorro
cauteloso, al par que utiliza un doble discurso, como ahora se dice. Hay que prometerles a
los indios el retorno al Paraíso Perdido del área riograndense. Luego es menester
reunirlos sin que sospechen las intenciones de los promeseros y a continuación
distraerles, ernborracharlos y, mediante un ataque fulminante, acabar con los caciques y
los guerreros jóvenes.
Sobre la acción de Salsipuedes, acaecida en las puntasdel Queguay el
11 de abril de 1831, no existen casi detalles. El diario El Universal, publicado en
Montevideo, dice brevemente en su edición del 15 de abril: "Estamos informados de
que en el día 10 del corriente ha habido una acción en Salsipuedes, entre los Charrúas
y la división del inmediato mando de S.E. el Señor Presidente en campaña, en la cual
han sido aquellos completamente destruidos". En realidad, no fueron completamente
destruidos. Algunos caciques, desconfiados, no acudieron a la cita. Otros indios, muy
pocos, pudieron escapar. Los muertos no fueron los cuarenta que consigna el parte de
Rivera ni los miles que los charruistás endilgan a las malas artes de] General. Como
antes dije, por ese entonces los charrúas eran alrededor de medio millar. Luego de la
acción, breve y mortífera, los viejos, niños, mujeres y algunos combatientes fueron
tomados prisioneros y conducidos a la capital. Su destino fue sellado por un etnocidio
llevado a cabo con habilidosos procederes, que algunos califican como satánicos y otros
como humanitarios.
La salida del cuerpo expedicionario a cargo del
General Rivera cumplió a cabalidad con sus dos objetivos: terminar con las fecharías de
los cuatreros y acabar con los charrúas.
Luego del combate, si así se le puede llamar, se
difunde un cuidadoso y hasta elegante parte de guerra, fruto de los buenos oficios de un
secretario letrado, cuyo contenido no tiene desperdicio alguno, tanto en lo que trasluce
su meditada y elusiva sintaxis como en lo que callan sus calculados silencios.
Tomado del libro de Daniel
Vidart, El mundo de los Charrúas